Las
paredes del castillo, grises y frías como los tiempos que corrían en el reino,
absorbían la luz de las antorchas y se cernían sobre las estancias,
convirtiendo los otrora magnificentes espacios en cámaras decadentes y casi
sepulcrales.
El rey,
caído en desgracia, desplomado en el trono, lamentándose entre dientes de su
infortunio, parecía esperar el golpe de gracia del destino con la cabeza baja.
-Majestad,
hay un extranjero que desea veros –susurró Petro, el único de la Guardia Real
que aún permanecía a su lado. Todos los demás habían huido como alimañas-, dice
que tiene la solución a la situación del reino.
En
otros tiempos, el Rey Orlon habría mandado desterrar a quien fuera responsable
de semejante muestra de ineptitud. ¡Dejar llegar al castillo de Albán a un
extraño, sin haber solicitado audiencia con la suficiente antelación y a través
de los conductos protocolarios habituales! Habría ordenado aprehender al
extraño, encarcelarlo y hacerle pagar la osadía de presentarse de aquella
manera a las puertas de la sala del trono.
Pero
esos tiempos habían pasado.
-¿Cómo
ha llegado hasta aquí? –preguntó Orlon, intentando no transmitir a su voz la
ansiedad que sentía al escuchar que alguien tenía una solución a sus problemas.
-Ya
nadie custodia el castillo, Majestad. Estamos solos Su Excelencia y yo.
Orlon
valoró las diferentes posibilidades. Ya no tenía nada que perder. Aun en el
supuesto de que el extranjero hubiera entrado en el castillo para matarle.
-Hazle
pasar.
Petro
hizo una reverencia y se alejó de su señor. Cruzó el largo y penumbroso pasillo
hasta las puertas de la sala del trono. Aferró una de las enormes aldabas y,
costosamente, tiró de la gigantesca hoja de madera maciza reforzada con acero
hasta conseguir abrirla un tramo.
Una
figura esbelta se recortó en el umbral. En aquél ambiente decadente, al rey
Orlon se le antojó una aparición fantasmal. Llevaba una túnica gris que llegaba
hasta el frío suelo de adoquín, ocultándole los pies. Daba la sensación de que
se desplazaba flotando, lentamente. A medida que se acercaba, al rey le iba
invadiendo una sensación de desagradable desasosiego. Jamás lo hubiera
reconocido ante nadie, pero pronto el desasosiego se convirtió en pavor.
El
extranjero llevaba puesta la capucha de la túnica. No se podían apreciar sus
facciones, sumidas en la oscuridad del embozo.
-Detente
ahí –ordenó Petro cuando el extraño llegó a la distancia en la que se situaban
aquéllos que deseaban dirigirse al rey. Pero el extranjero ignoró su mandato y
avanzó aún unos metros más.
El rey
se enderezó en el trono. A pesar de haber pensado que ya no le importaba que un
extranjero le diera muerte, sus instintos parecían no estar de acuerdo con
permitir tal final.
El
extraño se detuvo de repente. Durante un par de minutos todo estuvo en
silencio. Casi se podía oír el crepitar del fuego de las antorchas.
Petro
se acercó al extraño por la espalda. Alargó un brazo para agarrarle del hombro
con la intención de hacerlo retroceder, pero un leve gesto de la cabeza encapuchada
bastó para disuadir al guardia.
El
extranjero se quitó la capucha y mostró su rostro.
Era un
hombre delgado, de ojos penetrantes. Tenía una imponente nariz que le confería
un aspecto amenazante. Su larga y lacia cabellera negra parecía una densa
mancha de aceite.
-¡Di,
extranjero, cuál es el motivo de que te juegues la vida al presentarte ante mí sin
habérsete concedido audiencia! –Bramó Orlon, tratando de ser autoritario. Pero
incluso Petro fue capaz de notar el temblor en su voz.
El
extranjero entrecerró los ojos. Lentamente se llevó la mano derecha al oído y
susurró:
-Bendiciones,
buenas noches. Se te ha vencido la tercera prórroga de la hipoteca y pasado
mañana vienen a desahuciarte, ¿sí? Habla con Sandro, rey.
Bravo
ResponderEliminarGracias.
ResponderEliminar¿Vienes de Twitter? ¿Quién eres allí?
¿Qué más da? Soy un ser completamente enganchado a tus historias tan... perturbadoras.
EliminarMe encanta la aparición estelar de Sando. Sigue así y ponte las pilas.
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