miércoles, 13 de agosto de 2014

Actividad Paranormal

El investigador de lo paranormal conectó la grabadora y la dejó sobre la mesilla de noche. Se sentó en la desvencijada cama, notando cómo el colchón se hundía bajo su peso y escuchando el interminable crujir del maltrecho somier.
Cerró los ojos y respiró el aire enrarecido de la habitación.
Se encontraba en el dormitorio principal. La cama de matrimonio era de dimensiones pequeñas y estaba destartalada y polvorienta. Toda la habitación olía a cerrado, a una mezcla de vejez y humedad muy característica. También, muy leve, se notaba un incongruente olor a nueces tostadas.
El investigador de lo paranormal comprobó sus aparatos. El medidor de campos electromagnéticos empezaba a bailotear, ofreciéndole puntas de actividad que jamás antes había visto. La temperatura ambiental había descendido drásticamente, hasta el punto en que su aliento empezaba a formar nubecillas nada más salir de su boca. Se le había erizado toda la piel, y ya no tenía la sensación de estar solo en el dormitorio. Miró fijamente hacia su grabadora. Estaba seguro de que habría registrado alguna cosa en ella.
De repente, las cuatro patas del somier parecieron partirse al mismo tiempo. La cama se desplomó y el investigador de lo paranormal se fue al suelo tras ella. Una enorme nube de polvo se levantó, arrancándole toses y provocándole picor en los ojos.
En la nube de polvo se dibujó una silueta. Primero fue algo amorfo e inconsistente, pero pronto se definió como una extremidad larga y huesuda, un brazo que se alargó hacia su cara, con una mano cadavérica de dedos engarfiados. Pareció desvanecerse justo antes de tocarle, pero una marca parecida a un arañazo se dibujó en su pómulo a los pocos segundos.
El investigador de lo paranormal se levantó dando gritos. Se sacudió el polvo como si intentara arrancarse los miembros a golpes, recogió la grabadora y salió corriendo de la habitación. Bajó la escalera y se reunió en el salón con sus dos compañeros.
Al principio apenas balbuceaba. Notaba el corazón en la boca, latiéndole en los oídos. Solo era capaz de ver aquél brazo de polvo señalándole el pómulo y alargando la mano para tocárselo.
Luego de calmarse un poco, consiguió relatar a sus compañeros lo que acababa de pasarle.
—Escuchemos la grabación —propuso uno de ellos.
Accionaron la grabadora y subieron el volumen al máximo. Durante los primeros minutos no escucharon nada. Pronto, los sonidos de fondo de la grabadora se fueron haciendo diferentes, como si miles de susurros conversaran más allá del espectro audible. De repente se oyó el estruendo de la cama al desplomarse y todos los susurros se apagaron.
Por un momento, los tres investigadores pensaron que aquello era todo, pero, justo antes de parar la grabadora, probablemente coincidiendo con el contacto de la mano espectral con la cara del testimonio de la aparición, una voz imposible de describir, horrible, atona, cavernosa, decía en tono burlón:

—“Hazte así, que parece que te has acojonao un poco”

jueves, 19 de diciembre de 2013

El discípulo

La primera noche que Wang pasó al raso ante la puerta de la casa del Maestro Lo, fue cálida.
Wang llegó del norte con el anhelo, común en la mayoría de los muchachos de su edad, de que el Maestro Lo accediera a tomarlo como discípulo.
El Maestro Lo escogía a un discípulo solamente una vez cada diez años. Y no escogía a cualquiera. El último en tener la suerte de recibir sus enseñanzas había sido el Magnífico Tsu, famoso en toda la región por sus hazañas y por haberse convertido en el líder de los ejércitos del Emperador.
Wang llegó ante la casa del maestro tras un largo camino de penurias. Con ocho años vio morir a sus padres a manos de unos bandidos. Con nueve fue adoptado por un mercader de seda que lo trató más como a un esclavo que como a un pariente. Estudió Artes Marciales por su cuenta, como la mayoría de los niños pobres de su pueblo, fijándose en los entrenamientos de los alumnos de un maestro local.
Pronto descubrió que tenía un talento innato para el Kung-Fu. Como siempre se estaba metiendo en líos, tuvo ocasión de comprobar que su técnica era demasiado depurada para tratarse de un pobre crío autodidacta. La gente empezó a compararlo con el Mítico Wang, un guerrero legendario del que se decía se iba reencarnando, generación tras generación, para seguir forjando su leyenda.
Tanto fue así, que empezaron a llamarle Wang. Aunque ése no era su verdadero nombre, el muchacho se identificó con él de tal manera, que lo tomó gustoso y nunca más recuperó el que le pusieron sus padres.
Un buen día, el maestro local se le acercó cuando estaba haciendo unos encargos para su padrastro y le ofreció tomarlo como alumno. Wang aceptó sin pensarlo y empezó a entrenar bajo su tutela. Fue tan rápida y asombrosa su progresión que, a los doce años, había superado a su maestro.
-Debes ir a ver al Gran Maestro Lo, Wang. Hay algo en ti que necesita ser canalizado. Tienes tanto potencial que solo él es capaz de moldearlo.
Y así fue como Wang emprendió el viaje hasta la casa del mítico maestro. Abandonó el pueblo al amanecer, dejando atrás a su despótico padrastro y a los malos recuerdos. Tras una travesía llena de vicisitudes, por fin logró enfilar el camino que subía a la colina donde el Maestro Lo tenía su casa.
Mientras subía, Wang se imaginaba la casa del Maestro Lo como un pequeño templo, mitad casa, mitad escuela de Kung-Fu. Pero, al llegar, se encontró ante una desvencijada barraca rodeada de vegetación descuidada, de basura y de animales rebuscando entre ella. Todo parecía abandonado desde hacía mucho tiempo. Incómodo, Wang se sacudió el polvo de sus precarias ropas, se arregló la larga trenza que le nacía en la coronilla, se ensalivó las puntas de los dedos y se los pasó por la cabeza pelada y la cara sucia. Respetuoso, se arrodilló ante el destartalado porche de la casucha, hizo una reverencia ceremonial y, con la frente pegada al suelo gritó:
-¡Gran Maestro Lo! ¡Gran Maestro! ¡Vengo de muy lejos para suplicaros me toméis como discípulo!
No llegó ninguna respuesta del interior de la casa. Solo se podía oír el discurrir de un río, a lo lejos, el rebuscar de los animales entre los escombros y la maleza y el lamento del viento entre el bambú.
Aun así, Wang se sentía observado. Sin moverse un ápice, continuó con su súplica:
-¡Gran Maestro Lo! ¡Gran Maestro, déjeme demostrarle que soy digno de sus enseñanzas!
De pronto, del interior de la casa surgió una voz fría, atona. No se podía distinguir si pertenecía a una persona joven o a un anciano. La voz se alargó en el aire y permaneció en él unos instantes:
-Ordena y repara el exterior de mi casa. Hoy dormirás fuera. Mañana, veremos.
Wang se pasó el día trabajando muy duro. No comió ni bebió nada en toda la jornada, pero no le importó porque era algo a lo que su padrastro le tenía acostumbrado. Una sonrisa se dibujaba en sus labios cada vez que pensaba que aquello formaba ya parte de las enseñanzas del Gran Maestro Lo.
La primera noche que Wang pasó al raso ante la puerta de la casa del Maestro Lo, fue cálida y pasó muy rápido. Al amanecer le despertó la voz del interior de la casa, ordenándole que cavara un pozo.
La vigésima noche que Wang pasó al raso ante la puerta de la casa del Maestro Lo, fue la última noche que Wang pasó al raso.
Su ánimo inicial se fue truncando a medida que la voz del interior de la casa le ordenaba realizar tareas que nada tenían que ver con el aprendizaje de las Artes Marciales. Siempre, después de cada orden, la voz acababa diciendo: “Hoy dormirás fuera. Mañana veremos”.
Durante casi un mes, Wang se había alimentado de hierbajos, de los animalejos que por allí rondaban y de algún pescado raquítico de los que recorrían el riachuelo cercano. Había soportado noches cálidas, lluviosas, tormentosas y extrañas. Había intentado averiguar cómo podía vivir el Maestro en aquellas condiciones, ya que en la casa nunca se encendía un candil, ni se apreciaban muestras de actividad alguna. Imaginó que el Maestro Lo era ciego. O que había llegado a tal estado mental que lo físico le sobraba. Llegó a pensar tantas cosas, su mente bullía de tal manera, que su paciencia terminó por agotarse.
-Mañana veremos –murmuró con determinación.
Al amanecer, Wang se levantó antes de que la voz le ordenara ninguna otra cosa. La puerta de la barraca cayó al suelo y se hizo astillas en cuanto Wang la tocó para irrumpir en el interior estancado. Los rayos del sol se colaban por las innumerables grietas e imperfecciones de la construcción, pero no por las ventanas, que estaban cegadas con listones de madera. El interior de la casucha olía a basura y animales muertos.
Wang intentó superar su estupor inicial, pero aún le costó un poco, hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra reinante. Pudo ver que el escaso mobiliario estaba podrido, que el suelo era tan inseguro como la puerta que se le acababa de desintegrar entre las manos. No parecía que hubiera nadie, hasta que, de pronto, le vio.
El Gran Maestro Lo llevaba una túnica de monje que, en otro tiempo, parecía haber sido blanca. Su pelo, largo y blanco como su barba, era un montón de penachos desperdigados por su cabeza, como las malas hierbas que Wang había arrancado durante su primer día allí. Donde tendrían que haber estado sus ojos, un par de insectos entraban y salían por las cuencas, como si aquél cráneo momificado se hubiera convertido en su hogar.
El Gran Maestro Lo era una momia desmadejada en el suelo; había muerto. Había muerto mucho tiempo antes de que Wang llegara a su casa.
Una sensación de pánico se aferró a su garganta y ni siquiera le dejó gritar. Wang cayó de bruces y boqueó, saboreando el aire decrépito del interior de aquella tumba.
De repente, todos los sonidos del exterior explotaron en sus oídos y entre ellos, sonó la voz atona del Gran Maestro que susurraba:
-He decidido tomarte como discípulo. Tomarte. Ordena el interior de la casa. Hoy dormirás dentro. Mañana, veremos.

*****

Un muchacho llegó a las puertas de la casa del Gran Maestro Lo. Se arrodilló en el suelo, hizo una reverencia ceremonial y, sin despegar la frente del suelo gritó su súplica:
-¡Gran Maestro Lo! ¡Gran Maestro, le suplico me tome como discípulo!
Una vigorosa figura apareció en el porche. A pesar de sus largos cabellos y barba blancos, el Gran Maestro parecía mucho más joven de lo que debería. El exterior de la cabaña presentaba un aspecto cuidado, como el de un templo.
-Caramba –murmuró el Maestro. ¿Han pasado ya diez años?
-Maestro, déjeme demostrarle que soy digno de sus enseñanzas.
El Gran Maestro Lo permaneció unos instantes observando al muchacho mientras se tocaba la barba con aire distraído.
-Corta leña para todo el invierno y llena diez tinas de agua del pozo. Hoy dormirás fuera. Mañana, veremos.



jueves, 12 de diciembre de 2013

El reino en declive

Las paredes del castillo, grises y frías como los tiempos que corrían en el reino, absorbían la luz de las antorchas y se cernían sobre las estancias, convirtiendo los otrora magnificentes espacios en cámaras decadentes y casi sepulcrales.
El rey, caído en desgracia, desplomado en el trono, lamentándose entre dientes de su infortunio, parecía esperar el golpe de gracia del destino con la cabeza baja.
-Majestad, hay un extranjero que desea veros –susurró Petro, el único de la Guardia Real que aún permanecía a su lado. Todos los demás habían huido como alimañas-, dice que tiene la solución a la situación del reino.
En otros tiempos, el Rey Orlon habría mandado desterrar a quien fuera responsable de semejante muestra de ineptitud. ¡Dejar llegar al castillo de Albán a un extraño, sin haber solicitado audiencia con la suficiente antelación y a través de los conductos protocolarios habituales! Habría ordenado aprehender al extraño, encarcelarlo y hacerle pagar la osadía de presentarse de aquella manera a las puertas de la sala del trono.
Pero esos tiempos habían pasado.
-¿Cómo ha llegado hasta aquí? –preguntó Orlon, intentando no transmitir a su voz la ansiedad que sentía al escuchar que alguien tenía una solución a sus problemas.
-Ya nadie custodia el castillo, Majestad. Estamos solos Su Excelencia y yo.
Orlon valoró las diferentes posibilidades. Ya no tenía nada que perder. Aun en el supuesto de que el extranjero hubiera entrado en el castillo para matarle.
-Hazle pasar.
Petro hizo una reverencia y se alejó de su señor. Cruzó el largo y penumbroso pasillo hasta las puertas de la sala del trono. Aferró una de las enormes aldabas y, costosamente, tiró de la gigantesca hoja de madera maciza reforzada con acero hasta conseguir abrirla un tramo.
Una figura esbelta se recortó en el umbral. En aquél ambiente decadente, al rey Orlon se le antojó una aparición fantasmal. Llevaba una túnica gris que llegaba hasta el frío suelo de adoquín, ocultándole los pies. Daba la sensación de que se desplazaba flotando, lentamente. A medida que se acercaba, al rey le iba invadiendo una sensación de desagradable desasosiego. Jamás lo hubiera reconocido ante nadie, pero pronto el desasosiego se convirtió en pavor.
El extranjero llevaba puesta la capucha de la túnica. No se podían apreciar sus facciones, sumidas en la oscuridad del embozo.
-Detente ahí –ordenó Petro cuando el extraño llegó a la distancia en la que se situaban aquéllos que deseaban dirigirse al rey. Pero el extranjero ignoró su mandato y avanzó aún unos metros más.
El rey se enderezó en el trono. A pesar de haber pensado que ya no le importaba que un extranjero le diera muerte, sus instintos parecían no estar de acuerdo con permitir tal final.
El extraño se detuvo de repente. Durante un par de minutos todo estuvo en silencio. Casi se podía oír el crepitar del fuego de las antorchas.
Petro se acercó al extraño por la espalda. Alargó un brazo para agarrarle del hombro con la intención de hacerlo retroceder, pero un leve gesto de la cabeza encapuchada bastó para disuadir al guardia.
El extranjero se quitó la capucha y mostró su rostro.
Era un hombre delgado, de ojos penetrantes. Tenía una imponente nariz que le confería un aspecto amenazante. Su larga y lacia cabellera negra parecía una densa mancha de aceite.
-¡Di, extranjero, cuál es el motivo de que te juegues la vida al presentarte ante mí sin habérsete concedido audiencia! –Bramó Orlon, tratando de ser autoritario. Pero incluso Petro fue capaz de notar el temblor en su voz.
El extranjero entrecerró los ojos. Lentamente se llevó la mano derecha al oído y susurró:

-Bendiciones, buenas noches. Se te ha vencido la tercera prórroga de la hipoteca y pasado mañana vienen a desahuciarte, ¿sí? Habla con Sandro, rey.

martes, 10 de diciembre de 2013

El virus

-¡Unfrikj, informe de daños!
La lanzadera Crísalis 3, con destino a Zertak, ha estado a punto de llevarse por delante un fragmento de asteroide. Una hábil maniobra del Capitán Sed ha salvado la nave -y a toda su tripulación- del desastre.
-Capitán, los campos de desviación parecen intactos. El escudo externo está algo maltrecho, pero nada que no puedan reparar nuestros mecánicos, señor – Unfrikj es un diligente unfrikjano, seres de una inteligencia media y un gran sentido del honor, habitantes de un pequeño planeta del Tercer Lazo de Andrómeda. Su estatura es considerable, su cuerpo esbelto y el color de su piel tan pálido como el uniforme de la Armada que luce.
-¿Y la carga? –Inquiere Sed. Él es uno de los pocos humanos que se atreven a guiar las naves de carga por aquélla zona. Famosas son las dificultades para la navegación de los asteroides de alludium, un mineral tremendamente raro que es muy difícil de detectar por los sistemas de navegación.
-Estable –confirma Unfrikj. Sus ojos amarillos se fijan en el humano. Se le nota cansado, exhausto. Hace meses que la nueva enfermedad, aún sin nombre, le atenaza. Sed, un humano de mediana edad, fuerte, con un arrojo y un carisma considerables, parece ahora un veterano al borde de la jubilación.
La nueva enfermedad, L-23i, ha sido recientemente declarada como pandemia. Los primeros portadores fueron, precisamente, los unfrikjanos. Cuando se unieron a la Confederación, advirtieron a sus dirigentes, como era reglamentario, de todas las posibles enfermedades, infecciones y o riesgos que el contacto entre unfrikjanos y el resto de razas integrantes de la comunidad intergaláctica podía conllevar. Tras rigurosos estudios se llegó a la conclusión que el virus L-23i, del cual todos los habitantes de Unfrikjaa son portadores y que forma parte imprescindible de su sistema reproductor, no podía transmitirse a ninguna otra criatura si no era a través de un contacto íntimo. Como, por motivos religiosos, los unfrikjanos rechazaban cualquier tipo de interacción física con otro ser que no fuera de su misma raza, se redujo la posibilidad de infección a menos del uno por millón.
Los unfrikjanos se reproducen solamente una vez en la vida. El virus del cual son portadores es, al mismo tiempo, vehículo para dar y quitar la vida. La pareja que decide perpetuar la especie se infecta con el virus. La madre lleva a término, siempre con éxito, el embarazo de una pareja de gemelos de ambos sexos. A los tres años, los retoños ya son autosuficientes y los padres mueren a causa de la enfermedad.
Científicos de la Confederación han compartido conocimientos con los unfrikjanos y han estudiado con fascinación esta faceta de sus vidas. Son un pueblo en franco retroceso demográfico desde la apertura de las fronteras estelares. Los jóvenes conocen otros mundos, otras mentalidades, y son menos abnegados. No se resignan a llegar a su edad adulta para reproducirse y morir. Muchos quieren viajar, vivir más años. Como Unfrikj.
El puente de mando está silencioso. Los controles titilan y muestran gráficos azulados como fantasmagorías en la atmósfera artificial.
-De acuerdo, Unfrikj –Sed mira autoritariamente a su subordinado-, hable con Lemedenn para que envíe a sus mecánicos a reparar el escudo externo. Si alguien me necesita, estaré en mi departamento.
El Capitán Sed se levanta y empieza a tambalearse. Su cara sudorosa palidece. Si no fuera por su determinación, sin duda se desmayaría, pero aún tiene fuerzas para hincar la rodilla en el suelo y apoyar su puño izquierdo para evitar la caída.
-¡Cari! –Grita Unfrikj, sin importarle que el resto de la tripulación le oiga- ¡Cariño!
El unfrikjano corre y se arrodilla ante Sed. Le coge de la mano y se la besa con sus labios delgados y ásperos.
-¡Quita, coño! –Refunfuña el capitán-¡Te he dicho mil veces que no me llames así en el puente de mando!
-Lo siento, cari… capitán, yo… ¿estás bien, cielo?
-¡Que te quites, hostias, que me comprometes!

El capitán se levanta como puede y aparta al unfrikjano con desdén. Se aleja tambaleante y lo deja atrás, arrodillado y sollozante, deseando haberse acoplado con una hembra de su especie y no con aquél hombretón insensible…

Hipnosis

De vuelta a casa, Mauro camina taciturno junto a su mujer, Sandra.
Hace frío y ambos llevan sus abrigos abrochados hasta arriba, gruesas bufandas y gorros de lana. Apenas les asoman los ojos entre la ropa.
-¿Crees que la terapia me está yendo bien? –Pregunta Mauro.
-Espero que sí, porque está resultando cara –observa Sandra.
-Pues yo sigo teniendo ganas de fumar…
-El doctor Fernández dice que estás haciendo grandes progresos (pizza).
Mauro se detiene de golpe, se pone a la pata coja y ladra, mirando con ojillos de incomprensión a su mujer.
-¡Mauro, deja de hacer el tonto y camina, por favor! –Ríe ella.
-Pero…
Una señora pasa por su lado y mira a Mauro con incredulidad. Aprieta un poco el paso hasta que les adelanta. La pareja ve cómo la señora ladea la cabeza y sigue caminando aún más deprisa.
Mauro recupera la compostura y vuelven a caminar. Pasan por delante de una cafetería atestada, de aspecto acogedor.
-¿Quieres tomar un café? –Pregunta Mauro.
-Pizza –dice ella, y, acto seguido, Mauro se pone a la pata coja y vuelve a ladrar.
Sandra ríe malévolamente.
-Oye, ¿qué tratos estás teniendo tú con el tal Fernández? –Espeta Mauro.
En vez de contestar, Sandra esboza una sonrisa perversa que Mauro no ve por culpa de la bufanda.

-Macarrones –ordena ella…

jueves, 5 de diciembre de 2013

Hallado el fragmento de uno de los primeros textos de John Grisham en un vertedero de Arkansas

Los ventiladores del techo apenas mueven el aire estancado de la sala, mientras el bochornoso Sur se encarga de empapar de sudor las ropas de los asistentes al juicio.
En el gallinero, los negros se apiñan en bancos desvencijados, separados de los blancos que, más cómodamente ubicados, observan impávidos cómo el Juez Sherman apura su limonada, allá en el estrado.
-Abogado, puede proceder con el interrogatorio.
Un eléctrico personajillo, vestido con un traje que se mantiene seco e impoluto a pesar del calor, se acerca al testigo y, tras aclararse la garganta, inquiere:
-¿No es cierto, señor Graham, que usted estaba en la gasolinera del viejo Edwards la noche que desapareció el niño, el pequeño Clayton? RECUERDE QUE ESTÁ USTED BAJO JURAMENTO.
-Sí, es cierto –responde Graham, algo nervioso.
-¿Y no es cierto, también, que usted y Edwards se reunían a menudo con Andrew McMorrigan, el propietario del Three Green Oaks, y que en ésas reuniones mantenían contacto con Steve Lindemayer, el barbero, quien a su vez les presentó a Joshua Starter, dueño de la plantación de tapioca que hay al este del pueblo?
-¡PROTESTO, SEÑORÍA! –Brama el Fiscal Lenny Stewart, enorme, rosado y sudoroso como un gran puerco- La pregunta del letrado es capciosa.
-Se acepta –refunfuña el Juez Sherman-: ¿A dónde quiere llegar, letrado?
Hay murmullos en la sala cuando el abogado hace una pausa teatral. Solo cuando levanta el brazo para rascarse vagamente el cogote se puede apreciar una leve mancha de sudor en su axila.
-Muy bien, formularé mi pregunta de otra manera –acepta, finalmente-: Señor Graham, ¿no es cierto que ustedes secuestraron, violaron, asesinaron, descuartizaron y se comieron al pequeño Clayton la noche de autos?
Gran estupor en la sala. Gritos, llantos, protestas. Los ventiladores parecen detenerse y el aire se hace más espeso.
-Pues no, no es cierto –responde, serenamente, Graham.
-Ah, pues nada –comenta, sorprendido, el abogado-. Pues… No hay más preguntas, Señoría.
-¿Ya está? ¿Esa es toda su estrategia? –Exclama el Juez Sherman.
-Nada, si el hombre dice que no fueron ellos, es que no fueron ellos, y mi defendido tampoco fue. Habrá que seguir llamando testigos hasta que salga el que haya sido. DE AQUÍ NO SE VA NADIE HASTA QUE NO SALGA EL QUE HAYA SIDO…
-¿Pero cómo puede presentarse a un juicio así, por el amor de Dios?

-Ay, no sé, tío, no me rayes…

La Casa de Empeños

Esta mañana ha venido un tipo con unos manuscritos muy antiguos. Él asegura que son unos evangelios apócrifos que un tío suyo, arqueólogo, encontró en 1937 en una excavación en Tierra Santa. Como yo soy incapaz de darle valor a semejante hallazgo, he llamado a un amigo mío, experto en éste tipo de documentos, para que me diga si son auténticos y cuál puede ser su valor…

-Jack, te presento a Michael Schfurgenburger, es Conservador del Museo de Documentos Raros, Antiguos y Superdelicados del Condado de Wicomico, Maryland. Él va a analizar ésos documentos y nos confirmará su autenticidad y valor.
-De acuerdo. Oh, Dios mío, estoy emocionado.
-Veamos qué dice el experto.
-Lo primero que veo me gusta. El desgaste de los documentos es el propio de la época. El texto está algo maltrecho, pero es perfectamente legible. Las anotaciones a los márgenes indican que el autor era una persona que no acostumbraba a relatar hechos cotidianos, lo cual es muy común y ocurre en todos los evangelios. Ésta marca, que es como un logotipo, también es común en todos los textos de la época. Yo diría, sin miedo a equivocarme, que son documentos auténticos.
-Cielos, entonces mi tío sí encontró unos evangelios apócrifos. ¡Y pensar que llevan décadas acumulando polvo en mi desván. ¡Y Lucy, mi esposa, estuvo a punto de venderlos dos veces en el mercadillo que organiza la Parroquia!
-¿Qué valor tienen, Michael?
-Hay que tener en cuenta que nos hallamos ante un ejemplar único.
-¿En qué sentido?
-Veréis, no hay mucho mercado para este tipo de cosas. Normalmente, documentos de este calibre acaban siendo donados a los museos para que éstos se ocupen adecuadamente de ellos. Pero lo que hace de estos evangelios apócrifos algo realmente coleccionable es el prólogo.
-¿Por qué?
-Porque viene firmado por Jordi Hurtado.
-¡Oh, Dios mío!
-Entonces, su valor…
-Es incalculable.
-Gracias, Michael.
-¿Y bien? ¿Qué quiere hacer con los evangelios, venderlos o empeñarlos?
-¡VENDERLOS!
-Creo que no me va a gustar la cifra que me va a pedir por ellos…