La
primera noche que Wang pasó al raso ante la puerta de la casa del Maestro Lo,
fue cálida.
Wang
llegó del norte con el anhelo, común en la mayoría de los muchachos de su edad,
de que el Maestro Lo accediera a tomarlo como discípulo.
El
Maestro Lo escogía a un discípulo solamente una vez cada diez años. Y no
escogía a cualquiera. El último en tener la suerte de recibir sus enseñanzas
había sido el Magnífico Tsu, famoso en toda la región por sus hazañas y por
haberse convertido en el líder de los ejércitos del Emperador.
Wang
llegó ante la casa del maestro tras un largo camino de penurias. Con ocho años
vio morir a sus padres a manos de unos bandidos. Con nueve fue adoptado por un
mercader de seda que lo trató más como a un esclavo que como a un pariente.
Estudió Artes Marciales por su cuenta, como la mayoría de los niños pobres de
su pueblo, fijándose en los entrenamientos de los alumnos de un maestro local.
Pronto
descubrió que tenía un talento innato para el Kung-Fu. Como siempre se estaba
metiendo en líos, tuvo ocasión de comprobar que su técnica era demasiado depurada
para tratarse de un pobre crío autodidacta. La gente empezó a compararlo con el
Mítico Wang, un guerrero legendario del que se decía se iba reencarnando,
generación tras generación, para seguir forjando su leyenda.
Tanto
fue así, que empezaron a llamarle Wang. Aunque ése no era su verdadero nombre,
el muchacho se identificó con él de tal manera, que lo tomó gustoso y nunca más
recuperó el que le pusieron sus padres.
Un buen
día, el maestro local se le acercó cuando estaba haciendo unos encargos para su
padrastro y le ofreció tomarlo como alumno. Wang aceptó sin pensarlo y empezó a
entrenar bajo su tutela. Fue tan rápida y asombrosa su progresión que, a los
doce años, había superado a su maestro.
-Debes
ir a ver al Gran Maestro Lo, Wang. Hay algo en ti que necesita ser canalizado.
Tienes tanto potencial que solo él es capaz de moldearlo.
Y así
fue como Wang emprendió el viaje hasta la casa del mítico maestro. Abandonó el
pueblo al amanecer, dejando atrás a su despótico padrastro y a los malos
recuerdos. Tras una travesía llena de vicisitudes, por fin logró enfilar el
camino que subía a la colina donde el Maestro Lo tenía su casa.
Mientras
subía, Wang se imaginaba la casa del Maestro Lo como un pequeño templo, mitad
casa, mitad escuela de Kung-Fu. Pero, al llegar, se encontró ante una
desvencijada barraca rodeada de vegetación descuidada, de basura y de animales
rebuscando entre ella. Todo parecía abandonado desde hacía mucho tiempo.
Incómodo, Wang se sacudió el polvo de sus precarias ropas, se arregló la larga
trenza que le nacía en la coronilla, se ensalivó las puntas de los dedos y se
los pasó por la cabeza pelada y la cara sucia. Respetuoso, se arrodilló ante el
destartalado porche de la casucha, hizo una reverencia ceremonial y, con la
frente pegada al suelo gritó:
-¡Gran
Maestro Lo! ¡Gran Maestro! ¡Vengo de muy lejos para suplicaros me toméis como discípulo!
No
llegó ninguna respuesta del interior de la casa. Solo se podía oír el discurrir
de un río, a lo lejos, el rebuscar de los animales entre los escombros y la
maleza y el lamento del viento entre el bambú.
Aun
así, Wang se sentía observado. Sin moverse un ápice, continuó con su súplica:
-¡Gran
Maestro Lo! ¡Gran Maestro, déjeme demostrarle que soy digno de sus enseñanzas!
De
pronto, del interior de la casa surgió una voz fría, atona. No se podía
distinguir si pertenecía a una persona joven o a un anciano. La voz se alargó
en el aire y permaneció en él unos instantes:
-Ordena
y repara el exterior de mi casa. Hoy dormirás fuera. Mañana, veremos.
Wang se
pasó el día trabajando muy duro. No comió ni bebió nada en toda la jornada,
pero no le importó porque era algo a lo que su padrastro le tenía acostumbrado.
Una sonrisa se dibujaba en sus labios cada vez que pensaba que aquello formaba
ya parte de las enseñanzas del Gran Maestro Lo.
La
primera noche que Wang pasó al raso ante la puerta de la casa del Maestro Lo,
fue cálida y pasó muy rápido. Al amanecer le despertó la voz del interior de la
casa, ordenándole que cavara un pozo.
La
vigésima noche que Wang pasó al raso ante la puerta de la casa del Maestro Lo,
fue la última noche que Wang pasó al raso.
Su
ánimo inicial se fue truncando a medida que la voz del interior de la casa le
ordenaba realizar tareas que nada tenían que ver con el aprendizaje de las
Artes Marciales. Siempre, después de cada orden, la voz acababa diciendo: “Hoy
dormirás fuera. Mañana veremos”.
Durante
casi un mes, Wang se había alimentado de hierbajos, de los animalejos que por
allí rondaban y de algún pescado raquítico de los que recorrían el riachuelo
cercano. Había soportado noches cálidas, lluviosas, tormentosas y extrañas.
Había intentado averiguar cómo podía vivir el Maestro en aquellas condiciones,
ya que en la casa nunca se encendía un candil, ni se apreciaban muestras de
actividad alguna. Imaginó que el Maestro Lo era ciego. O que había llegado a
tal estado mental que lo físico le sobraba. Llegó a pensar tantas cosas, su
mente bullía de tal manera, que su paciencia terminó por agotarse.
-Mañana
veremos –murmuró con determinación.
Al
amanecer, Wang se levantó antes de que la voz le ordenara ninguna otra cosa. La
puerta de la barraca cayó al suelo y se hizo astillas en cuanto Wang la tocó
para irrumpir en el interior estancado. Los rayos del sol se colaban por las
innumerables grietas e imperfecciones de la construcción, pero no por las
ventanas, que estaban cegadas con listones de madera. El interior de la casucha
olía a basura y animales muertos.
Wang
intentó superar su estupor inicial, pero aún le costó un poco, hasta que sus
ojos se acostumbraron a la penumbra reinante. Pudo ver que el escaso mobiliario
estaba podrido, que el suelo era tan inseguro como la puerta que se le acababa
de desintegrar entre las manos. No parecía que hubiera nadie, hasta que, de
pronto, le vio.
El Gran
Maestro Lo llevaba una túnica de monje que, en otro tiempo, parecía haber sido
blanca. Su pelo, largo y blanco como su barba, era un montón de penachos
desperdigados por su cabeza, como las malas hierbas que Wang había arrancado durante
su primer día allí. Donde tendrían que haber estado sus ojos, un par de
insectos entraban y salían por las cuencas, como si aquél cráneo momificado se
hubiera convertido en su hogar.
El Gran
Maestro Lo era una momia desmadejada en el suelo; había muerto. Había muerto mucho
tiempo antes de que Wang llegara a su casa.
Una
sensación de pánico se aferró a su garganta y ni siquiera le dejó gritar. Wang
cayó de bruces y boqueó, saboreando el aire decrépito del interior de aquella
tumba.
De
repente, todos los sonidos del exterior explotaron en sus oídos y entre ellos,
sonó la voz atona del Gran Maestro que susurraba:
-He
decidido tomarte como discípulo. Tomarte. Ordena el interior de la casa. Hoy
dormirás dentro. Mañana, veremos.
Un
muchacho llegó a las puertas de la casa del Gran Maestro Lo. Se arrodilló en el
suelo, hizo una reverencia ceremonial y, sin despegar la frente del suelo gritó
su súplica:
-¡Gran
Maestro Lo! ¡Gran Maestro, le suplico me tome como discípulo!
Una
vigorosa figura apareció en el porche. A pesar de sus largos cabellos y barba
blancos, el Gran Maestro parecía mucho más joven de lo que debería. El exterior
de la cabaña presentaba un aspecto cuidado, como el de un templo.
-Caramba
–murmuró el Maestro. ¿Han pasado ya diez años?
-Maestro,
déjeme demostrarle que soy digno de sus enseñanzas.
El Gran
Maestro Lo permaneció unos instantes observando al muchacho mientras se tocaba
la barba con aire distraído.
-Corta
leña para todo el invierno y llena diez tinas de agua del pozo. Hoy dormirás
fuera. Mañana, veremos.